El tranvía de Jerusalén se ha convertido en un lugar curioso donde israelíes y palestinos se encuentran cara a cara en una inusual posición de igualdad, lo que genera situaciones inéditas. La línea echó a rodar en agosto como servicio gratuito (aunque cada mes que transcurre los responsables anuncian que comenzarán a cobrar al siguiente) y ya ha cosechado numerosos usuarios en una ciudad donde el tráfico rodado es caótico e impredecible, y el transporte público precario.
Su trazado cubre los 13,8 kilómetros que separan el Monte Herzl, en el oeste de Jerusalén, del asentamiento judío de Pisgat Zeev, en la parte oriental palestina. Un recorrido en consonancia con la política israelí de considerar a Jerusalén capital "eterna e indivisible" y a los asentamientos judíos "barrios", que contraviene el derecho internacional y aleja la aspiración palestina de establecer la capital de su futuro Estado en la parte oriental, ocupada por Israel desde 1967.
Hasta hace apenas medio año, la situación del transporte urbano local chocaba frontalmente con la visión idílica de la Alcaldía de una "ciudad unida" y abierta a todos sus habitantes y turistas. Sobre el terreno, israelíes y palestinos se han decantado casi siempre por sus propias compañías de autobús y sólo se aventuran en territorio ajeno por necesidad.
El tranvía parece revertir por primera vez esta dinámica pues la mayor parte de los pasajeros deja a un lado las disputas a la hora de compartir vagón con su "enemigo" en pos del pragmatismo. "Mira, él es judío y yo árabe, y viajamos juntos sin ningún problema. Aquí no hay diferencias", declara Musa Yuda, un palestino residente en el campo de refugiados de Shuafat, que cuenta con parada propia. Este vecino, que viaja con asiduidad a la ciudadela antigua, donde trabaja como carnicero, percibe no obstante que "a muchos judíos no les gusta que el tren pase por barrios árabes".
Y es que ningún residente es completamente ajeno a la situación política y a que hace menos de una década, en los peores años de la Intifada de Al Aksa, los autobuses explotaban en Jerusalén, con las consiguientes miradas de sospecha hacia los pasajeros árabes.
Decenas de supervisores y guardias de seguridad del Consistorio jerosolimitano están presentes en los vehículos en cada viaje.
Pese a la desconfianza y los recelos propios de dos pueblos condenados a compartir ciudad, en el interior del vagón comparten el espacio viajeros de toda índole. Adolescentes palestinos que salen del colegio con estudiantes de escuelas rabínicas, soldados israelíes y mujeres musulmanas con el cabello cubierto, que al igual que las ortodoxas judías luchan por que sus cochecitos de bebé entren en el vagón antes de que cierren las puertas.
"He oído que ha habido roces entre judíos y árabes en el tranvía, pero cuando subo me siento segura de verdad y a gusto. Todo el mundo se comporta con mucha educación", cuenta Romi Tzuberi, una estudiante israelí de 16 años. La adolescente aguarda junto a la parada aledaña al Museo del Holocausto, minutos antes de que circule en dirección al imponente puente colgante de Santiago Calatrava, el populoso mercado de Majané Yehuda o la céntrica calle Yafo.
La ruta cuenta con 23 paradas, una duración aproximada de 50 minutos y un tiempo de espera de entre 6 y 15 minutos, todo un lujo en esta ciudad que no tiene metro al reposar sobre 5.000 años de historia soterrada.
Tanto los letreros como los anuncios por megafonía son en hebreo, árabe e inglés, en algún caso con nombres distintos no exentos de consideraciones políticas. Por ejemplo, tras rodear las vetustas murallas de la ciudad vieja, el tranvía llega al barrio palestino de Sheij Yarraj, así anunciado en árabe y con el nombre de "Simón el Justo" en hebreo por el asentamiento judío que alberga.
Una prueba para los más críticos de que el tranvía no deja de ser un paso más de Israel en el afianzamiento de su soberanía sobre toda la ciudad.
Con o sin dilemas, los usuarios lo ven más como un cómodo medio de transporte que enlaza dos mundos separados por el mismo conflicto.
Es, en cierto modo, como una de esas bodas en la que los invitados se ven obligados a compartir mesa de forma civilizada con quien nunca elegirían, a la espera de que concluya la ceremonia.
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